Ante todo, abrazar la Argentina
Fuente: https://eleconomista.com.ar/ Por Hernán Rossi21 noviembre de 2024
Corría el año 1972, en un contexto marcado por décadas de enfrentamientos, luchas ideológicas irreconciliables y violencia. Dos figuras emblemáticas de la política argentina, Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín, representaban a sectores profundamente divididos: el peronismo y la Unión Cívica Radical. Ambos se conocían bien, no solo por su relación como adversarios políticos, sino también por sus heridas personales: Perón había encarcelado a Balbín durante su primer mandato, y Balbín había sido un actor clave en la resistencia al peronismo durante la dictadura que derrocó al líder justicialista.
La historia de Argentina estaba tejida con grietas tan profundas que parecían insuperables, pero en ese momento, después de más de 25 años de desencuentros, ambos decidieron abrazar una causa mayor que los rencores y las disputas: la Argentina.
El abrazo entre Perón y Balbín en 1972 marcó un hito en la historia política del país y fue un acto simbólico de reconciliación nacional. Ya no importaba quién había tenido razón en el pasado ni quién había comenzado las hostilidades; lo esencial era anteponer el bienestar común a las diferencias. Ese encuentro reflejó un proceso de madurez política, en el que ambos líderes comprendieron que la Argentina no podía seguir construyéndose sobre la división y el odio. Su abrazo representó la voluntad de buscar un terreno común, donde el poder no fuera un instrumento para alimentar resentimientos, sino una herramienta para el progreso.
El abrazo entre Perón y Balbín, sin embargo, no logró evitar la tragedia que se avecinaba. El golpe de Estado de 1976 y la dictadura militar que se instaló luego trajeron consigo uno de los períodos más oscuros de la historia argentina, marcado por la represión, la violencia y la desaparición de miles de personas. Pero, si bien este gesto no pudo evitar la tragedia inmediata, sí dejó un legado fundamental: cimentó el acuerdo necesario para la transición democrática en 1983.
Ese proceso de reconciliación y entendimiento que Perón y Balbín impulsaron de forma simbólica en 1972 encontraría su continuidad en el liderazgo de Raúl Alfonsín, quien, al asumir la presidencia, reivindicó la necesidad de construir un país democrático, estable y pacífico, por encima de las divisiones del pasado.
No respetar ese legado de unidad, de diálogo y de compromiso con la democracia, nos retrotrae a los días previos a ese abrazo, cuando la Argentina vivía sumida en la polarización y el enfrentamiento constante. La democracia alcanzada en 1983 fue el resultado de un proceso colectivo, que, si bien no borró las heridas del pasado, permitió a la nación encontrar un rumbo común hacia la paz y la reconstrucción.
En la historia contemporánea, podemos encontrar ejemplos similares. En España, en 1977, el Pacto de la Moncloa fue clave para cimentar la transición democrática del país, logrando que fuerzas políticas de distintas tendencias dejaran de lado sus diferencias para asegurar la estabilidad y el futuro de la democracia. Gracias a este pacto, España puso fin a la violencia y experimentó un crecimiento económico sostenido durante las décadas siguientes.
En Israel, en 1985, Shimon Peres e Yitzhak Shamir, representantes de la izquierda y la derecha, se aliaron en un gobierno de unidad para enfrentar los desafíos de una nación sumida en la crisis. Este acuerdo no solo estabilizó el gobierno israelí, sino que también permitió implementar un conjunto de reformas económicas clave para superar la crisis y alcanzar prosperidad.
En Argentina, no podemos olvidar el acuerdo entre Urquiza y Mitre a mediados del siglo XIX, cuando decidieron poner fin a la guerra civil entre unitarios y federales para trabajar en la construcción de un Estado nacional que, con sus defectos, logró sentar las bases de una nación más fuerte y desarrollada.
A 52 años del abrazo Perón-Balbín, la lección parece olvidada. Vivimos tiempos de crispación y divisiones profundas. Sin embargo, la historia demuestra que los grandes desafíos no se resuelven con enfrentamientos interminables. Hay ejemplos de países que, al no gestionar adecuadamente sus divisiones, pagaron un alto precio. Aunque puede parecer tentador optar por la confrontación como vía rápida para ganar apoyo, esa estrategia solo ofrece soluciones temporales, erosionando las bases democráticas de una sociedad. Los proyectos nacionales no deben construirse sobre la polarización, sino en el entendimiento y la fraternidad. No basta con condenar el pasado, sino que debemos mirar al futuro y preguntarnos qué país queremos construir.
Hoy, más que nunca, es hora de dejar de lado las diferencias y abrazar nuevamente a la Argentina, con todas sus complejidades y contradicciones. El sueño de una nación unida y próspera no ha muerto. Aún conservamos la capacidad de soñar, y más importante aún, de actuar.
A 52 años de ese abrazo que parecía improbable, Argentina sigue esperando un nuevo gesto de reconciliación. Aunque los contextos cambien, los problemas fundamentales de la política y la sociedad siguen siendo los mismos: pobreza, desigualdad, justicia, educación y salud, desafíos que requieren respuestas colectivas. Solo desde el acuerdo y la unidad podremos enfrentar el futuro que necesitamos.
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