Don Juan Manuel de Rosas, Southampton, Reino Unido, el 14 de marzo de 1877
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Fuente: extracto de “Vida de Don Juan Manuel de Rosas” de Manuel Galvez
Southampton, Reino Unido, es el 14 de marzo de 1877. A las seis de la mañana, Alice avisa a Manuela que su padre está muy mal.
Ella salta de la cama, se instala a su lado y lo besa muchas veces, como hacía siempre. Siente la mano helada. “¿Cómo te va, Tatita?” Él la mira “con la mayor ternura” y le contesta: “No sé, niña…” Y la “niña” de sesenta y un años – ¡cuánta ternura hay en esa palabra “niña” dirigida a una mujer de su edad y en semejante momento! – sale para ordenar que lamen al médico y al confesor. Y cuando ella vuelve, ya su padre no vive.
Ha muerto don Juan Manuel de Rosas. Su entierro es muy sencillo y pobre: un solo coche y unas pocas personas. Pero algo le da la grandeza del entierro de un héroe: sobre el féretro va una bandera argentina y la espada de San Martín. La más gloriosa espada de la Patria lo acompaña. Es como trofeo ganado por su patrioterismo y como símbolo de sus doce años de lucha por la independencia política, económica y espiritual de América.
En su tumba no se ha pronunciado ningún discurso. Pero pocos meses más tarde, Juan Bautista Alberdi escribe unas bellas palabras, que son como una oración ante sus restos. “Mientras se levantan atares a San Martín – dice el ilustre escritor – su espada está en Southampton, sirviendo de trofeo monumental a la tumba de Rosas, puesta en ella por las manos mismas del héroe de Chacabuco y Maipó”. Agrega: “Su conducta en Europa no ha sido inferior a la de San Martín”. Afirma que su respeto al vencedor, “sin coacción ni motivo de temor, es tenido en todo país civilizado como respeto liberal tributado a la Ley. Este solo antecedente lo hace merecedor de que sea la tierra clásica de la libertad la que pese ligera sobre sus restos mortales”. Y en un rasgo de noble arrepentimiento, exclama: “Yo combatí su gobierno. Lo recuerdo con disgusto”.
Pero allá en la patria lejana, donde gobiernan hombres pequeños, casi nadie opina como Alberdi. He aquí que los parientes de Rosas mandan decir una misa por su alma. Tratase de una ceremonia absolutamente privada, del legítimo derecho de rogar al altísimo por un muerto. Pero el “liberal” gobierno de la Provincia prohíbe la misa. Uno de los ministros que firman el dictatorial decreto en Vicente Quesada, aquel diplomático que visitó a Rosas en 1873. Dios lo castigará más tarde, encendiendo en el alma de su hijo, del muchacho que lo acompañaba, una auténtica pasión por la justicia histórica que le convertirá en una de las columnas de la rehabilitación del condenado.
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