A 46 años del Combate de la calle Corro
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Por Humberto Rava: Queridos compañeros y compañeras: Hoy se cumplen 46 años de un combate ( de la calle Corro, 1976 ) en la que dos Tucumanos, José Carlos Coronel e Ismael Salame, perdieron la vida junto a tres dirigentes de la secretaría política de montoneros, entre ellos Vickiy Walsh, la hija de Rodolfo Walsh quien escribiera entonces una «Carta a mis amigos» donde el notable periodista, escritor y militante revolucionario explica cómo y porqué murió su hija ( Fragmento: «De pronto – dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir «Uds. no nos matan -dijo – nosotros elegimos morir». Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron delante de todos nosotros). Pero, más allá del legítimo dolor de esas pérdidas para sus familiares, amigos y quienes los conocimos, quiero hacer hincapié en el sentido de sus militancias, desde el lugar de la vida y la política que representaron. Porque no vivieron para ellos sino para nosotros que somos millones. Lo hicieron desde una conciencia profundamente peronista forjada en la hora temprana de la resistencia al golpe de 1955. Nos decía Perón » El hombre puede desafiar cualquier mudanza, si se halla armado de una sólida verdad». Y algunas de esas verdades son el valor del trabajo, la solidaridad, la justicia social, la libertad, el bien común, valores ideológicos que explican en parte el sucesivo «renacer» del peronismo en cada crisis que atravesó. Sobre todo, después de la muerte de su creador. La memoria debe iluminar siempre las vidas de aquellos que la perdieron en la generosidad de su entrega social. en su pasión militante y en su firmeza ideológica y política. Por eso, cada uno, desde sus lugares y posibilidades desde el momento en que somos peronistas, llevamos las banderas nacionales, populares y latinoamericanas por una patria más justa, más digna y más libre, «sólidas verdades» que son demostración en acto del país que tratan de destruir – vanamente – el conglomerado oligárquico, mediático, financiero y judicial.
JOSÉ CARLOS CORONEL. SEMBLANZA DE UN MILITANTE Y POETA
por Rubén Elsinger** Cuando María Coronel me preguntó si podría acompañarla en la presentación del libro de poemas de su padre, no dudé ni un instante: “Aun si tuviera dificultades, estaría ahí como fuera”, le contesté en el acto, movido como por un resorte por el cariño y cierto sentido del deber hacia José Carlos Coronel, un amigo al que quise y quiero mucho. Y, también, conmovido y agradecido de que su hija hubiera pensado en mí para que esté a su lado en esta ocasión. Estoy aquí, entonces, por haber sido amigo -uno de los muchos amigos, sería más exacto decir- que el autor de los versos cuya compilación se presenta esta noche tuvo en Tucumán durante una época que en perspectiva parece muy corta, pero que fue extraordinariamente intensa y crucial tanto en su vida como en la de la provincia y el país. Época en la que, precisamente, escribió una buena parte de las poesías reunidas ahora por el editor bajo un bello y certero título tomado de las palabras finales de una de ellas: “Aquello que no existe todavía”. En el prólogo del libro, María Coronel se refiere a ese período de la vida de su padre como “la época donde fue ‘solo’ poeta”. Entiendo la intención de la frase: es diferenciar esa etapa de la posterior, en que además de poeta fue guerrillero. Pero aunque en la frase de María el adverbio solo lleva comillas, lo que atenúa o limita su significación excluyente, incluso así no está de más comenzar por aclarar que al menos en esa época, no sé antes, ni José Carlos ni sus amigos fuimos gente que se ocupara únicamente de escribir o leer versos. Podría señalarse al respecto muchas cosas, pero baste decir que en ese tiempo hubo luchas anti-dictatoriales, algunas muy importantes como las de mayo-junio de 1969 o el Tucumanazo de noviembre de 1970, procesos de organización estudiantil en la universidad y en colegios secundarios, huelgas y actos políticos del movimiento obrero en los cuales tuvimos, unos más, otros menos, una activa participación. Además, poesía era -para nuestra manera de ver las cosas por entonces- casi lo opuesto a literatura, entendida esta como parte del aparato cultural del establishment. Abominábamos de los “literatos” y los “artistas”, así como de los “intelectuales”, ya fueran consagrados por el mercado o la academia o se tratara de pequeños y patéticos figurones de provincias. Amábamos, sin embargo, las obras literarias o de arte y los escritores, creadores y pensadores que contribuyeran a celebrar la energía y la belleza de la vida, a entender a los hombres y al mundo, a denunciar las injusticias y a transformar la sociedad. Hecha la aclaración, quisiera aportar a continuación algunos recuerdos que van en la misma dirección de demostrar, como creo, que la incorporación de José Carlos a la lucha armada no implicó una ruptura total sino más bien una continuidad y un desarrollo natural –aunque no por el único camino posible- de sus preocupaciones poéticas, existenciales y políticas, que no marchaban separadas sino juntas, tanto en su caso como en el de sus amigos. Conocí a José Carlos en algún momento de la segunda mitad de 1968, a través de otro amigo y gran poeta, el “Negro” Mario Romero, con quien habíamos ingresado ese año a simular que estudiábamos en la Facultad de Filosofía y Letras. Mario, a su vez, lo había conocido con motivo de un Encuentro de Poetas Jóvenes del Noroeste, organizado por el grupo literario Piedra, que José Carlos integraba junto con el poeta Juan E. González, quien había sido el nexo entre ambos. Mario y José Carlos tenían más o menos la misma edad, rebeldías literarias similares (esto quería decir, entre otras cosas, que compartían la admiración por César Vallejo y cierta condescendencia hacia Pablo Neruda) y habían simpatizado. Lo que más me llamó la atención de José Carlos por entonces es que su aspecto no concordaba en nada con el que yo esperaba de un poeta joven y rebelde en aquella era del rock, la psicodelia y los pelos largos. De estatura mediana, tirando a bajo, tez oscura, saco azul marino cortón y corbata, pantalón gris y mocasines color suela, cabello negro aplastado contra el cráneo bajo el rigor de la gomina, el recién conocido impresionaba más bien como lo que en parte era en realidad: un estudiante de Derecho de 23 años. Pero, al tratarlo, de abajo de ese uniforme de nacionalista católico emergía un tipo vivaz, sensible, curioso, inquieto, divertido, bromista, que tenía mucho de chico en su espíritu juguetón y, sobre todo, un entusiasmo arrollador. Por otro lado, en el brillo de sus ojos muy negros se dejaba adivinar una espiritualidad secreta y algo sombría, al tiempo que la firmeza de su voz y de sus decisiones revelaba una voluntad férrea. Aunque de físico pequeño y facciones delicadas, era fuerte además de ágil y disfrutaba con el asombro que causaba cuando contaba que había hecho el servicio militar en el Regimiento 28 de Infantería de Monte de Tartagal, donde había recibido instrucción en lucha antiguerrillera y había aprendido, entre otras habilidades, a sobrevivir en el monte asando insectos sobre una chapa. Había sido tan buen alumno que lo ascendieron a Aspirante a Oficial de Reserva. Durante los meses siguientes de ese año acostumbrábamos vernos y charlar de vez en cuando, un poco por azar. Él vivía en la casa de su abuela en Crisóstomo Álvarez al 1200, donde ocupaba una pieza con ventana a la calle arbolada de plátanos. Me quedaba camino a la casa de mi novia, que vivía a un par de cuadras. En ocasiones tomábamos juntos el ómnibus o conversábamos en la parada. José Carlos era cinco años mayor que yo y me llevaba varios cuerpos de ventaja en algunos temas, por lo que era común que me recomendara lecturas o me prestara libros. Algunos de los libros que recuerdo que me prestó fueron “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa y “La vuelta al día en 80 mundos” de Cortázar. Un rasgo que difícilmente podía pasarse por alto de su personalidad era la generosidad. No era solo que no te dejase pagar tu consumición en el bar sino que si andabas sin un peso casi te obligaba a recibir su dinero, que a él tampoco le sobraba y se lo ganaba con su trabajo en un colegio. Cualquier cosa propia podía regalártela si te veía necesitado o simplemente interesado. El único adorno de su habitación de la calle Crisóstomo era una fotografía de César Vallejo. Bastó que un día le comentara que me gustaba para que me dijera “Es tuya” y me forzara a llevármela pese a mis protestas. Creo reconocer en esa actitud no solo una dadivosidad espontánea sino una verdadera disciplina del desprendimiento: quería demostrarse a sí mismo y a los otros que podía no aferrarse a las cosas. Solíamos encontrarnos también con José Carlos en la tertulia continuada del restaurante Los Dos Gordos, que estaba frente a la plaza Independencia, sobre la calle 24 de Setiembre. Allí se reunían o por allí pasaban a toda hora, en la misma o en distintas mesas, directores y actores de teatro, pintores, poetas, periodistas, estudiantes, conspiradores de todo signo, además de curdas y lúmpenes del más variado pelaje. La Argentina vivía bajo una dictadura militar y Tucumán se estremecía todavía con las réplicas del terremoto económico y social que había significado el cierre de los ingenios. Un intento guerrillero era abortado en el sur de la provincia. El Che acababa de morir pero había claros indicios de que su grito de guerra había encontrado miles de oídos receptivos. Un clamor de justicia se elevaba desde todos los rincones del mundo, desde Vietnam y Palestina hasta Bolivia, pasando por Praga y París, del que se hacían eco en diferente medida y formas una música, un cine, un arte, una literatura y un teatro nuevos. La Iglesia latinoamericana se renovaba conforme a las conclusiones del Concilio Vaticano II y alumbraba una teología original. La marcha de la humanidad parecía ir dejando atrás el capitalismo. Ateos y creyentes anunciaban un “hombre nuevo”, que llegaría a través de la revuelta social o por el camino de la revolución interior, del cambio espiritual. Todos los saberes, instituciones y prácticas sociales estaban siendo cuestionados, desde los fundamentos de la filosofía y la versión oficial de la historia argentina hasta la familia y la sexualidad. Y todo eso era materia de discusión permanente en Los Dos Gordos. Luego -después que un incendio destruyera este local- el debate continuó a la vuelta de la esquina, en el café El Buen Gusto, de 9 de Julio primer cuadra. José Carlos se alejó del grupo Piedra, del cual había sido uno de los animadores. No recuerdo si conocí algún poema suyo de esa etapa. Ignoro, además, las razones de su alejamiento del grupo, aunque me imagino que tuvo que ver con una progresiva radicalización ideológica suya. Y con que encontró mayor afinidad en algunos de los poetas con quienes empezó a relacionarse, en particular en el ya nombrado Mario Romero y, muy especialmente, en Francisco Pancho Galíndez. De Romero le atraía su ímpetu emancipatorio, aunque lo criticase por abstracto, y su concepción -tributaria del Arthur Rimbaud de “Una temporada en el infierno”- del poeta como visionario, experimentador y heraldo de una humanidad distinta. El reciente Mayo Francés había sintetizado esas posturas en un célebre graffiti : “Cambiar la vida (Rimbaud), transformar la sociedad (Marx)”, consigna que juntaba sinérgicamente al poeta francés con el teórico y luchador de la revolución proletaria. A Pancho Galíndez lo fue acercando cada vez más tanto una visión nacional, latinoamericana y terrenal de la política -que incluía una revalorización del peronismo como expresión de la cultura y la conciencia popular- como el estilo coloquial de su poesía decididamente politizada. En medio de este proceso de evolución personal, José Carlos publicó en 1969 -año del Cordobazo, que tuvo repercusiones importantes en Tucumán- su colección de poemas “Gestos y algo más”, como parte de una serie de cuadernos del Consejo Provincial de Difusión Cultural. En unos poemas cuyo tono recuerda por momentos algunos del último Vallejo, el poeta exponía una subjetividad que, al enfrentarse a una realidad enajenante, dura e indiferente, tanto se refugia en su canto como cavila, se interroga, se confiesa, se burla de sí misma y se autocritica. Los poemas de esa publicación no reflejan la amplitud de registro poético de José Carlos en esa época. Recuerdo que también escribió o amenazó con escribir por entonces un poema satírico titulado “Yo incendié Los Dos Gordos” y que publicó en una hoja literaria del diario local Noticias un relato en prosa sobre una sequía que estaba afectando en ese momento la zona de Trancas, en el norte de la provincia, y que adquiría en el texto sutiles ribetes apocalípticos. No mucho después, probablemente ya en 1970, José Carlos anunció poética y un tanto crípticamente su incorporación a la guerrilla de la FAR en un poema con un título que sonó a reproche a los que no lo acompañábamos en su actitud: “Me marcho de la fiesta”. Lamentablemente, mis intentos por dar con una copia de esta pieza que considero clave en su trayectoria fueron infructuosos, hasta el momento. En cierta ocasión, José Carlos nos embarcó a varios amigos en la recopilación de los graffitis poéticos que había sembrado por toda la ciudad un misterioso desconocido, al que él mismo bautizó Jeff porque las inscripciones incluían dibujos de la clásica historieta norteamericana Mutt y Jeff. Una selección de esos graffitis, acompañada de una entrevista hecha por Mario Romero a su autor -que resultó ser un linyera que entraba y salía del hospital psiquiátrico- se publicó en el primer y único número de la revista Taona, en 1971, cuando José Carlos estaba ya en prisión. La revista incluyó también su poema “Totalmente incomunicado”, escrito en la cárcel. Antes de ser detenido, José Carlos había alcanzado a hacer en abril de 1971, junto con Pancho Galíndez, una muestra de la poesía de ambos organizada por el Centro Unico de la Facultad de Derecho con el título “Poemas para ustedes” y bajo el lema “La cultura es patrimonio del pueblo”. La exposición tuvo lugar en una pequeña sala que la Universidad Nacional de Tucumán tenía en la calle 25 de Mayo, donde ahora se levanta el Centro Cultural Virla, y consistía en textos poéticos de cada uno de los autores, transcriptos en cartones de gran formato. Desconozco la suerte corrida por esos textos. Lo único que recuerdo es que los poemas eran de tono muy político y provocativo y que algunos llevaban como epígrafe versos de Leroi Jones, el poeta norteamericano vinculado al partido marxista Pantera Negra, a quien tanto Pancho como José Carlos admiraban. Hace pocos días, mi amigo Luis Coria, que también lo fue de José Carlos, encontró entre sus viejos papeles un ejemplar de la hoja de invitación o de presentación de esa muestra. Contiene un poema titulado “Prologo”, presuntamente escrito a cuatro manos por los expositores ya que no lleva firma de ninguno, que da una idea del carácter que había adquirido en ese momento la expresión de ambos. Con la detención de José Carlos cesó nuestra relación y aunque volví a verlo cuando recobró la libertad en 1973, fue por casualidad y tan solo en un par de brevísimas ocasiones. Una fue en el bar ABC, de 9 de Julio y General Paz, y la otra en la calle 9 de Julio, a la entrada del pasillo que llevaba a la casa de los padres de su amigo y compañero de militancia Lucho Martínez Novillo. En ambas conversamos de pie, él visiblemente con la mente en otra parte, apurado y con gente esperándolo. No lo volví a ver nunca más. Durante su encierro José Carlos escribió unos pocos poemas que están, creo yo, entre lo más logrado de su producción. En los años siguientes no sé si continuó escribiendo y los poemas reunidos en la sección de inéditos de esta compilación, la mayoría de los cuales creo no haber leído previamente, no dan una pista demasiado segura de cuándo pudieron ser escritos. La muerte de José Carlos me dolió como solo podía doler la pérdida de un amigo entrañable durante aquella terrible noche de la dictadura. Pero la esperaba y no me sorprendió la circunstancia. Tampoco debe haberlo sorprendido a él, que sin duda tenía muy claro que era el destino posible de todo combatiente. Y aunque muchas veces estuve tentado de hacerlo, nunca quise imaginarme como pudieron ser sus últimos minutos. He preferido el recuerdo -y he hallado siempre en ello algo de consuelo- de los mediodías en que uno se lo cruzaba en una calle cualquiera del centro de la ciudad y él, con el brazo en alto bajo el sol y la sonrisa ancha, saludaba desde la otra vereda con un grito que era como un santo y seña de reconocimiento: “¡Poeta!”.- *Texto leído el 25 de abril de 2014, en la Sala Paco Urondo de la librería El Griego, de Tucumán, en la presentación de “Aquello que no existe todavía”, compilación de poemas de José Carlos Coronel. **Nacido en 1950, en Tucumán, integró en su provincia el grupo literario Taona y el Cine Club Georges Méliès. A partir de 1972 trabajó como periodista para medios tucumanos y de Buenos Aires. Es corresponsal en Tucumán del diario porteño Clarín, desde 1994, y de la revista Ñ. PARA ACCEDER AL LIBRO DE POESIA DE JOSÉ CARLOS CORONEL: https://elniniorizoma.wordpress.com/2019/10/01/pdf-libro-aquello-que-no-existe-todavia-jose-carlos-coronel/