El Aguatero – El Puente    

Relato desde la óptica de un adolescente del 29 de diciembre de 1933, cuando él integraba un ejercito revolucionario compuesto por militares, políticos, intelectuales, paisanos y peones correntinos, que en Paso de Los Libres se lanzaron a la lucha, contra el gobierno fraudulento, para lograr una Argentina mejor.

                         

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Ese diciembre de 1933 había sido muy cálido. Los pastos estaban quemados y los arroyitos secos o con las aguas verdosas. Nosotros vivíamos entonces en uno de los establecimientos de la familia que llamábamos Froy Chico pero que los paisanos denominaban La Quemada, por el incendio que destruyó las instalaciones dedicadas a la parte industrial, arrasando con las maquinarias.

Estaba sobre la ruta que de norte a sur venia de Misiones y seguía a  Buenos Aires, nosotros le decíamos el Camino Real. Estábamos a cinco leguas al sur de Paso de los Libres, entre los arroyos CAPII Quice y San Joaquín, que eran los límites naturales de las propiedades de la familia de mamá. Al este el río Uruguay, al oeste los esteros. Esa mañana habíamos visto pasar unos camiones con tropas del Ejército. Como el sol apretaba muy fuerte, haciendo que se sintiera el intenso calor, almorzábamos temprano para dormir la siesta. En casa estábamos papá, mamá, un peoncito y yo. Eva y Chinga estaban en el pueblo y el peón principal se había ido a pasar fin de año con su familia.

Estábamos recién acostados cuando sentimos los disparos y un momento después los gritos del peoncito pidiendo ayuda. Papá, descalzo, manoteó su cuchillo y abrió la puerta que daba al callejón de entrada desde el camino Real.

El peoncito se puso detrás de él y salimos a pararnos debajo del alero que daba al este. Parado delante del portillo de entrada al jardín estaba un paisano morocho de barba y montado en un caballo oscuro, en la mano derecha tenía un fusil. “Soy la autoridad – gritó-. Entrégueme a ese espía.” ”Este muchacho es mi peón-dijo papá-. Y no lo voy a entregar”.

Entonces el paisano exclamó: “Disculpe, don Simeoncito. Soy Juan Piris. Somos la revolución. No lo reconocí. Anoche cruzamos el Uruguay.”

En el ínterin, vimos que del otro lado del Camino Real un hombre, también a caballo, cortaba el alambrado y al galope venía hacia nuestra casa.

Cuando llegó lo conocimos. Era Tito Bonpland.

Bajaron ambos de sus caballos y entraron al comedor mientras papá terminaba de vestirse y curiosamente envainaba su cuchillo. Rápidamente mamá alcanzó unos mates.

Tito Bonpland le dio instrucciones a papá. Le informó que debían ir enseguida al San Joaquín porque se habían quedado atrás las dos carretas con aprovisionamiento y armas entre los malezales y temían un ataque de las tropas que habían pasado a la mañana. Necesitaba un montado para el coronel Bosch.

Papá dispuso que ensillaran el bayo ruano marca trébol. El peoncito se encargó de eso. Papá recomendó que anduvieran con cuidado porque era muy brioso.

A papá le encomendó que fuera hasta Paso de las Yeguas en el Miriñay, para encontrarse con un fulano, que estaba reuniendo paisanos. Debían venir después de que se tomara Paso de los Libres. En casa quedarían fusiles y municiones para que se armaran. Se llevaron el bayo y se fueron.

Papá ensilló el tordillo negro, habló con mamá y partió a cumplir con la misión que le habían encargado.

Mamá, el peoncito y yo nos sentamos para comentar lo que había pasado y lo que teníamos que hacer. Pero enseguida nos interrumpieron los perros que empezaron a ladrar.

Nos asomamos para el lado de la vivienda que daba al Camino Real. Por allí estaba un hombre. Se acercó a mamá y se presentó > “Soy el doctor-aquí dijo un nombre que no entendí-, abogado con estudio en la calle Florida.” Tenía un tono entre autoritario y paternal y nos miraba directamente con sus ojos claros. Mamá le alcanzó unos mates, que chupó con fruición y después agregó: “Necesitamos agua. La gente esta muy cansada y no tenemos nada de agua – siguió-. El campamento está detrás de ese cerro.”

Eso ya no había dicho Piris. Mamá  nos mandó cumplir con el pedido. Con el peoncito fuimos a preparar la jardinera y luego llenamos unos diez cántaros para leche con agua que sacábamos de la bomba que accionábamos a mano. Como el agua salía fresca, nos apurábamos para llevarlos antes de que los envases de zinc se calentaran.

El doctor subió a la jardinera y nos guió. El campamento estaba detrás de una loma en el campo que estaba del otro lado del camino Real, casi frente al casco de nuestra estancia. En un montecito de espinillo, se desparramaban unas centenas de hombres, tirados en el suelo, a las escasas sombras que daban los árboles.

Primero fuimos adonde estaba un grupo que parecía eran los cabecillas. Con ellos se quedó el doctor. Nosotros, el peoncito y yo, seguimos repartiendo agua, llenando cantimplora y pavas y ollas para el mate o el mate cocido.

Ahí me encontré con mi primo Chiquito Gómez. Estaba reparando su descosida alpargata, utilizando una larga y dura espina como lezna para poder coserla. En ese entonces tendría diecisiete o dieciocho años. Me dijo una frase que cuando le conté en la familia se hizo famosa, pero no logro recordar. También estaba Pechí un hermano mayor. Seguimos repartiendo agua, la gente agradecía, pero estaban muy cansados. Teníamos que alcanzar agua para la ametralladora, nos dijeron. Con el peoncito, agarramos un cántaro cada uno y subimos al cerro Pajarito. Así lo llamábamos.

En su cúspide estaba instalada la ametralladora. A su lado, las cintas con los proyectiles. Dominaba el Camino Real. El servidor era un hombre joven, de cabellos revueltos, nariz quebrada y ojos verdosos como de gatos. Nos dio algunas explicaciones, llenó su cantimplora y los tachos para la refrigeración de ametralladora y nosotros volvimos a casa.

Pero al cruzar el campamento nos encontramos con un revuelo. Habían combatido en el San Joaquín. Habían podido salvar la carreta principal con el armamento. Hablaban de muertos y heridos. Cuando nos alejábamos, se estaban repartiendo las armas en forma individual, mientras otros preparaban fuego para tomar mate cocido o mate. Faltaba agua, así que rápidamente fuimos a cargar los cántaros y salimos a repartirlos de nuevo.

Estabamos desatando el caballo que tiraba la jardinera, cuando sentimos gritos que venían del camino. Corrimos hacia el frente de la vivienda y, en ese momento, se producía el tiroteo. Yo alcancé a ver cuando un hombre a caballo, con un arma en la mano, caía al suelo. El tiroteo era entre ese hombre y otros del cuerpo de revolucionarios que hacían guardias en el camino.

Al rato trajeron al herido; se quejaba muy bajo y tenía cerrados los ojos. Mamá nos hizo traer un catre tijera, que pusimos bajo el alero del frente de la vivienda, donde lo acostamos, y a pesar del calor, se le puso una manta.

Mamá vendó la herida y le dio de tomar agua. El herido seguía callado. La gente que lo trajo nos explicó que era un subcomisario de Bonpland y que no quiso entregarse, empezando a disparar.

Nos quedamos mamá, el peoncito y yo sentados tomando mate y aguardando los acontecimientos.

Nuevamente vimos un grupo de los combatientes trayendo unas bolsas de tela encerada con armas y cajas de municiones. La llevaron al galpón donde se guardaban los elementos de trabajo de la estancia. Entre ellos venía uno muy mayor, a quien mamá conocía, y le habló en guaraní. Era un señor de apellido Galarza. Fue una discusión breve y, como resultado de ello, mamá se dirigió a uno de los acompañantes que parecía ser el jefe y le dijo que por la edad y el estado de salud ese señor debería quedarse en casa, pues no podía caminar las cinco leguas que tenía que recorrer para llegar al pueblo. Todos los que habían venido estuvieron de acuerdo y don Galarza se quedó con nosotros.

El sol había empezado a declinar cuando apareció Tito Bonpland y le dio instrucciones a mamá para que las transmitiera a papá, de acuerdo al resultado de los ataques a los cuarteles del 11 de caballería en Paso de los Libres.

Don Galarza se quedó con el herido y con mamá y el peoncito fui hasta la tranquera a ver la marcha del ejercito revolucionario. Pasaron delante nuestro y los que nos conocían nos saludaban con las manos. Siguieron, con pasos vivos, su marcha en un atardecer que se ponía rojo con la entrada del sol y empezaron a perderse de vista cuando llegaban al bajo del arroyito. Fue entonces cuando mamá me dijo: “Si tuvieras un año más, te mandaba a pelear junto a ellos”.

A la noche murió el herido y, a la mañana siguiente, don Galarza, mamá, el peoncito y yo pusimos sobre una puerta y lo llevamos a enterrar. Antes lo desnudamos, guardamos su ropa en una alforja que él traía y lo envolvimos con una bolsa de enfardar lana.

Entre los tres hombres cavamos la fosa en el Camino Real. Allí lo enterramos poniéndole una cruz de madera que hizo don Galarza. Luego, siempre con la indicación de mamá, agarramos las bolsas con los fusiles y las cajas de municiones y la llevamos a un terreno cubierto de matas de plantas espinosas que lo cubrieron perfectamente, por lo que resultó un buen escondite. Después se eso, seguimos con la tarea de todos los días.

Al mediodía vimos pasar los aviones militares. Daba la impresión que recorrían la costa del río Uruguay.

A la siesta llegó el caballo bayo ruano que le habíamos prestado para uso del coronel Bosch. Venía con todos los aperos puestos. Lo desensillamos, lo bañamos y lo dejamos en el potrero chico. Después nos enteramos que en el combate de San Joaquín, cuando empezó el tiroteo, el caballo se asustó y se encabritó, poniéndose a corcovear, y despidió al coronel, que se enancó para volver en el caballo de Juan Piriz.

Al anochecer sentimos ladrar los perros. Salimos a mirar y un rato después asomaron dos hombres. Uno de ellos habló fuerte.

“Chela, soy Pino Rovira”. Era un antiguo amigo de la familia y venía acompañado de un hombre joven, a quien presentó como Pacheo Alvear. Allí nos enteramos que habían sido derrotados en Paso de los Libres y que estaban escondidos en los montes del Capií Quicé, cerca del paso. Junto con ellos estaba el coronel Bosch, su hermano Marcelo y otros cuyos nombres no recuerdo. Creo que eran cinco o seis en total.

Querían comida. Mientras mamá les preparaba viandas, se pusieron a tomar mate. Atamos el caballo a la jardinera. Subieron a ella, cargamos las vituallas y las llevamos hasta dejarlos cerca de su escondite. Siguiendo las indicaciones que le dio Pino Rovira a mamá, apenas que volvimos cerramos la casa y nos fuimos hasta el campamento de los obreros ferroviarios encargados del mantenimiento de las vías, que estaba situado en nuestra vieja estancia Santa María, a unos tres kilómetros de donde vivíamos ahora. Nosotros, a ese campamento que era permanente, lo denominábamos la Casilla y toda la gente nos conocía.

Esa noche vimos, en la lejanía, para el lado del Camino Real, las luces de los camiones que transportaban al regimiento de Curuzú Cuatiá, que un poco tardíamente venía en ayuda del de Paso de los Libres.

A la mañana volvimos temprano a nuestra casa y nos pusimos a realizar las tareas diarias. A media mañana aparecieron los soldados que habían combatido en San Joaquín y que volvían a su cuartel. Rodearon la casa y el oficial a cargo habló con mamá, después de revisar todas las instalaciones y habitaciones. Le manifestó que sospechaban de nosotros porque un caballo muerto de pelo bayo le dijeron que era de papá. Entonces, mamá le aclaró que el bayo de nuestra propiedad estaba en el potrero y él lo podía comprobar, y que papá había ido para la estancia Mirunga hacia tres días. Se fueron, después de acercarse al potrero y ver entre los árboles al bayo famoso.

A la tarde volvió papá, cansado y barbudo, y a mamá le contó en guaraní lo que él había pasado. Ellos hablaban así cuando querían que nosotros no nos enteráramos de su conversación. Pero yo entendí que se habían enterado de la derrota cuando acampaban en los montes del río Miriniay y se habían dispersado, volviendo a sus respectivos hogares. A la noche temprano, no obstante su cansancio, cambió de caballo y se fue a llevar la vianda a los que guarnecían en el monte.

El era amigo de Piro Rovira, de manera que habló largo tiempo con ellos mientras mateaban en el fogón que tenían y con el resto de los que allí se escondían.

El coronel Bosch, mamá le mandó un escapulario con el corazón de Jesús, que muchos años después nos devolvió y que yo aún conservo. El coronel mandó a mamá su espada, que en los trajines posteriores se nos perdió.

Al día siguiente mamá hizo un listado de los elementos necesarios para la provisión semanal de los alimentos y mandó al peoncito al almacén de campo que quedaba del otro lado del paso a hacer las compras. Incluyó aquellas que harían falta para los que estaban escondidos en el monte.

Cuando volvió nos informó que en la pulpería había soldados del regimiento y que su jefe decía al pulpero que estaban revisando los montes del río Uruguay y que al día siguiente lo harían en los del arroyo Capií Quice, buscando prófugos.

De manera que al atardecer papá partió con las vituallas e informó al grupo, que esa misma noche partió para cruzar el río Uruguay a fin de llegar al Brasil.

En la siguiente mañana llegaron los soldados al establecimiento, después de haber rastrillado el monte, y volvieron a revisar las instalaciones, sin encontrar nada. Entre las altas matas espinosas que estaban en un extremo de un potrero siguieron por mucho tiempo escondidas las bolsas con los fusiles y las cajas de municiones.

Años después, viviendo yo en Almagro, en Buenos Aires, una tarde volvía del centro por la avenida Corrientes y al llegar a la esquina de Pueyrredón vi un grupo de personas rodeando una tarima hecha con cajones de cerveza y un micrófono.

Me acerqué y vi allí a un hombre con pelo revuelto y ojos verdes y nariz quebrada y reconocí al ametralladorista que encontré en el cerro Pajarito. Cuando le hablé y recordé esa circunstancia, nos pusimos a evocar aquél momento.

Entre los escasos concurrentes vi otra cara conocida y le dije a Ayres, que así se llamaba.

Lo miró y dijo: “ Es el doctor Arturo Jauretche”.

“Sí, -le comenté- fue el que nos pidió que le lleváramos agua a la tropa”.

Me presentó y cuando Jauretche se enteró, se acordó y con alegría manifiesta se puso a comentar aquella tarde calurosa, preguntando por mamá.

De esa manera me incorporé a FORJA y seguí a Jauretche en toda su actividad política, que influyó en mi formación en ese aspecto. Yo tenía trece años cuando lo conocí y en el momento del reencuentro ya estaba en los dieciocho.

Siempre me acuerdo que cuando volvió del exilio fui a verlo en su estudio del pasaje Güemes, donde se disponía a editar el periódico “El 45”, y le dije: “Doctor, aquí estoy nuevamente”.

“ Tenemos que empezar de nuevo” , me contestó.

Cuando en diciembre de 1965 se le hizo un homenaje, le pedí que me dedicara un folleto que se había editado para esa circunstancia. “ A Pedro acuña, camarada de todas las campañas…”, escribió.

Nunca fueron relevantes las acciones políticas que yo llevé a cabo, simplemente lo acompañé siempre. Y la primera campaña en que lo acompañé fue esa del 29 de diciembre de 1933, cuando él integraba un ejercito revolucionario compuesto por militares, políticos, intelectuales, paisanos y peones correntinos, que en Paso de Los Libres se lanzaron a la lucha, contra el gobierno fraudulento, para lograr una Argentina mejor.

Esa patriada casi desconocida, olvidada, humilde, sepultada en un tiempo lejano pero que para la imaginación del niño que yo era entonces y el recuerdo del octogenario que hoy soy fue una epopeya de la cual debo ser el último testigo.

Si, allí empecé a acompañarlo, no como un combatiente, como deseaba mamá, sino que simplemente fui al aguatero.

Ciudad Jardín, El Palomar, agosto de 1999.-

El derrocamiento de Hipólito Yrigoyen da comienzo a un largo período de desencuentros entre pueblo y militares que durará más de cincuenta años. La patriada del relato es un lejano antecedente de las luchas que a lo largo del siglo pasado se han ido desarrollando en forma de resistencia popular a los sucesivos gobiernos cipayos.

Pedro Acuña y Juan D. Perón

Pedro Arístides Acuña, una vez disuelto F.O.R.J.A. (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), se integró al peronismo. En 1956 participó activamente en el levantamiento cívico-militar del Gral. Valle. Nunca ocupó un puesto político.

Este relato es un documento inédito que publica “El puente” como homenaje póstumo a una de las personas más integras y maravillosas que he conocido.

Eduardo Gonzalez (ilustró y editó)

 

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