Las libretitas de Galeano

Por Miguel Russo

Escribe frases sueltas y las convierte en obras inolvidables. Habla de los límites de los gobernantes, del racismo, de Obama, cuenta historias y asegura que lo suyo es escribir. Imperdible.
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Eduardo Germán Hughes Galeano nació el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo y falleció el 13 de abril de 2015 en la misma ciudad. Escribe el mundo en unas libretitas así de chiquitas, de las que le caben dos en la palma de la mano. Fue caricaturista, mensajero, peón, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, redactor de Marcha, director de Época y de Crisis, exiliado. De Las venas abiertas de América latina, en 1971, hasta el reciente Espejos, sus libros encabezan las listas de más vendidos, aunque está muy alejado de las reglas del best seller. Tan alejado como para saber que el mundo cabe en una página de una cualquiera de sus libretitas. Y que, al dar vuelta las páginas, habrá otro mundo y otro y otro. Como haciéndole caso a Paul Eluard y su frase: “Hay otros mundos, pero están en este”.

Fallecimiento13 de abril de 2015
(74 años)

en Montevideo y escribe el mundo en unas libretitas así de chiquitas, de las que le caben dos en la palma de la mano. Fue caricaturista, mensajero, peón, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, redactor de Marcha, director de Época y de Crisis, exiliado. De Las venas abiertas de América latina, en 1971, hasta el reciente Espejos, sus libros encabezan las listas de más vendidos, aunque está muy alejado de las reglas del best seller. Tan alejado como para saber que el mundo cabe en una página de una cualquiera de sus libretitas. Y que, al dar vuelta las páginas, habrá otro mundo y otro y otro. Como haciéndole caso a Paul Eluard y su frase: “Hay otros mundos, pero están en este”.

Toma un jugo de naranja en el café de la librería El Ateneo, en Santa Fe y Callao. Cuesta encontrarlo, escondido casi en un rincón, entre cientos de personas que leen libros y charlan bajo una cortina de música andaluza a un volumen poco aconsejable. Cuesta encontrarlo, sobre todo, porque Galeano es sinónimo de cafés con historia. Y con historias. Como la de El Brasilero, en Montevideo, muy distinto a este coqueto fruto de la posmodernidad porteña. “Me gusta mucho este lugar –dice–, fue una gran idea convertir este enorme lugar, antes un teatro, en librería y café a la vez. El Brasilero es otra cosa. Pensar que me lo habían cerrado. Llegué ahí hace unas semanas y me encontré con una cortina de fierro hasta el piso.” Galeano cuenta que se impresionó, que quedó como mareado, que casi lo atropella un auto, que se sentó en el cordón de la vereda sin comprender por qué le habían sacado el café. “Como nadie sabía dar razones, me metí a gestionar y fui a pedirle a algunos amigos de los diarios y de la televisión que me ayudaran a resolver esa barbaridad. No en vano soy el socio número uno del café. No podía ser que a una ciudad con una memoria tan corta le rifaran algunos recuerditos. 1877: el café más antiguo de todos”, dice.

El desenlace es típica y genialmente uruguayo: “El nuevo dueño fue a la televisión a pedirme disculpas. Y se comprometió a reabrirlo. Espero ansioso: no tengo dónde tomar café en Montevideo”. Galeano sabe que las reglas de juego del mundo moderno no tienen en cuenta los lugares poco rentables, como un café donde sentarse a recordar: “Uno pide un café y se la pasa tres horas charlando con un amigo o mirando como un pavote por la ventana. Y sí, a la larga van quebrando. Ese es el último que quedaba. Pero el nuevo dueño va a hacer unos cambios y espero que sobreviva”.

–¿Qué significa ese café, todos los cafés, para usted?

–El símbolo de una ciudad que tenía lugares de encuentro, cada vez más difíciles de encontrar. Problema grave: la cultura del mundo actual conduce al desvínculo. Y estos cafés joden a esa cultura. Pertenecen a un tiempo en el que había tiempo para perder el tiempo.

Una historia: “Hace muchos años, yo era un pibe, trabajé en un banco como cadete. Me mandaban a las sucursales más lejanas. Una vez llegué a Cerro Chato, que como su nombre lo indica, no tiene ningún cerro, ni alto ni bajo, ni chato. Allí, la principal referencia era la casa del Doctor Galarza. Todo quedaba a dos cuadras, a la vuelta, hacia la derecha o hacia la izquierda de la casa del Doctor Galarza. Y pregunté si Galarza era abogado o médico. Ninguna de las dos cosas, me dijeron los lugareños. El viejo Galarza, el padre de este tipo, quería tener un hijo con diploma. Cuando el niño nació y su padre vio que no era digno de confianza, le puso de nombre Doctor. Doctor de nombre y Galarza de apellido”. Auténtico Galeano: un tipo que sabe qué hacer con el tiempo.

Tiempo. Perder o ganar el tiempo, dice Galeano. Y como si la palabra remitiera al poder de manera indudable, enumera: “Tabaré, Néstor y Cristina, Lula, Chávez, Correa. No hay nada más ilusorio que el poder. En primer lugar porque dura poco. Y, segundo, porque se parece bastante poco a las intenciones que se tuvo cuando nació. Todos llegan al poder queriendo cambiar la realidad y terminan cambiados por ella. Lo que hay ahora en nuestras tierras es una energía popular de cambio. La reciente despenalización del aborto votada en el Uruguay es una prueba de ello. Lo que no cabe es descalificar esa energía de antemano”.

–¿Descalificación de adentro o de afuera?

–Las dos, pero principalmente de afuera. Vengo de Europa. Y comprobé en las entrevistas que había una carga acusatoria casi, de populismo y demagogia. La vuelta al populismo caudillista en América latina, dicen. Y mi respuesta era siempre la misma con alguna sutil diferencia. En Italia contestaba: “Ustedes, tranquilos, que Berlusconi no tiene la menor influencia”. En Francia, cambiaba a Berlusconi por Sarkozy. Es increíble cómo siguen funcionando los mecanismos coloniales culturales y económicos que mantienen una manera de pensar, de ver el mundo, que de antemano descalifica cualquier proceso de cambio, sobre todo si ocurre en el sur del mundo y se sale un poquito de las normas que ellos van fijando para definir cuál es el cielo y cuál es el infierno.

–¿Otra vez el terror al otro que no es como ellos?

–Sí, el terror o el desprecio. Son estructuras de desprecio que van más allá de todos los títulos que ostenta Europa. A pesar del triunfo de Obama, el mundo sigue muy enfermo de racismo, con el tic de la invasión apelando al verso de salvar a los “pobres otros” llevándoles la democracia. Esperemos que Obama no se olvide que la Casa Blanca que va a ocupar fue construida por esclavos negros.

–Definió los vicios del poder en los países poderosos. ¿Cuáles son en América latina?

–La copianditis: un complejo colonial. La herencia de una concepción que adiestra para ejercer las virtudes del mono y del papagayo. Por suerte, creo que se fue avanzando bastante para terminar con eso. Creo que no hay aquel terror a la originalidad con que Simón Rodríguez, en la primera mitad del siglo XVIII, tenía calados a los nuevos dueños del poder. A naciones que decían ser independientes pero no eran, les decía: copian todo lo que viene de Europa o de Estados Unidos, ¿por qué no copian la originalidad, que es lo más importante? No se salvaba ni Bolívar, el alumno ejemplar de Rodríguez. Bolívar hizo la Constitución de Bolivia, el país que llevaba su nombre y era la niña de sus ojos, y fue excelente, con un único defecto: otorgaba la ciudadanía al 4 por ciento de los ciudadanos.

–¿Cómo?

–Establecía que sólo tenían derecho a la ciudadanía los varones que supieran leer y escribir correctamente en castellano. Es decir, mujeres: afuera. Y los que hablaban en otra lengua, también. En Bolivia había muchas otras lenguas, aymara, quechua, guaraní. Allá lejos y ahora cerca. Pero Bolívar ejerció la copiandería cuando creyó que lo mejor que podíamos hacer era copiar constituciones ajenas.

–Y ser blancos…

–Ser blancos, en definitiva. O parecerlo, por lo menos, ya que todas las clases dominantes latinoamericanas son más blancoides que blancas. Pero claro, se sintieron blancas, culturalmente blancas, que es lo peor que tiene esa expresión.

–Dice que la razón de su último libro es brindar la oportunidad de apreciar la belleza de los colores del arco iris terrestre, con todo su fulgor. ¿Es lo mismo Espejos en otro idioma?

–Para nada. La lengua original en que se pensó cada palabra es única. Hay infinidad de matices que inevitablemente se escapan en las traducciones. Uno debería saber todos los idiomas del mundo para poder leer la originalidad.

–Un monstruo prebabélico…

–Las lenguas fue una de las diversidades calumniadas en la Biblia. Cuando cuenta que Dios castiga a Babilonia con hablar lenguas distintas para que no pudieran entenderse y continuar con la idea de levantar una torre hasta el cielo, nos dice que, desde el comienzo, la diversidad de lenguas es un castigo y no una bendición. Y nos hizo un gran favor salvándonos del aburrimiento de hablar todos la misma lengua y pensar el mismo pensamiento, soñar los mismos sueños, sentir las mismas sensaciones. Las palabras brotan de cierto suelo y huelen de determinada manera.

–Pero en esa afirmación hay una contradicción: el conquistador unifica el idioma, pero los conquistados lo usan de manera inconveniente para el poderoso…

–Como bien dijo el barbudo, el planeta gira por sus contradicciones. Una actual, bien actual: Benicio del Toro haciendo de Guevara para que Hollywood junte más plata. O histórica: la lengua portuguesa hablada por los amos, y de aprendizaje obligatorio en los esclavos, que sirvió para que esos esclavos, provenientes de lugares muy diversos del África, se entendieran y pudieran defenderse. Lo que empezó siendo un factor de opresión, terminó como instrumento de libertad. Como Internet.

–¿Como Internet?

–Internet nació al servicio del Pentágono, que necesitaba diseñar en escala universal sus operaciones militares. Nació al servicio de la muerte y se convirtió en otra cosa. Porque hay una enorme cantidad de mensajes que antes sonaban en campanas de palo y hoy tienen una difusión que de otro modo no hubieran tenido. Y son mensajes alternativos, interesantes. Voces de la diversidad del mundo. Y si no fuera por eso estarían condenadas a sonar poquito.

–Palabras, ¿no le parece que muchas fueron vaciadas de contenido?

–Muchísimas. Proceso, por ejemplo. El diccionario de nuestro tiempo es un libro de puras traiciones. En el uso que les da a las palabras que nacieron significando otra cosa. Libertad es el nombre de una cárcel de Uruguay. Las barbaridades que se cometen en nombre de la democracia. La palabra “mercado”. Mercado era el lugar de encuentro con los vecinos; era colores, aromas. Y ahora el mercado es una suerte de dios todopoderoso que te vigila y te castiga. No hay más que escuchar un informativo para comprobar que todo cae. Y la caída es contagiosa, como demostrando que lo que el mercado de verdad quería era recompensar al revés: que la falta de escrúpulos fuera premiada y que el trabajo y la honestidad fueran castigados. Y este mundo, que tiene una veneración religiosa con el mercado, practica justamente la recompensa al revés. Basta sumar lo que el Estado dio al mercado…

–…es decir, lo que todos dieron a pocos…

–…a esos pocos que son tremendos vivos, los reyes de la fiesta. Cuando gano, gano yo; cuando pierdo, perdés vos. Y ahí viene el Estado que, se supone, expresa la voluntad de todos o que administra la riqueza colectiva, y otorga al mercado tres millones de millones. Dicho así suena a nada, pero si ponemos todos los ceros en fila son doce, con un tres adelante. Es la mayor limosna jamás otorgada en la historia de la humanidad. Hubiera alcanzado para dar de comer a los hambrientos del mundo por muchas décadas. Y, hay que decirlo, con postre incluido.

–¿A quién le serviría que la humanidad comiera, y encima con postre?

–Eso alteraría una de las verdades que el mercado usa para perpetuarse. Y es la que distingue la caridad de la solidaridad. El mercado puede practicar la caridad, pero una ayuda de esa magnitud se convertiría en solidaridad, algo prohibido para el mercado.

–¿Y por qué el mercado no se prohíbe hacer caridad?

–Porque la caridad es vertical, humillante. Dice un proverbio africano: la mano que da está siempre arriba de la que recibe. Si esa inmensa masa de dinero se hubiera destinado a recompensar a las víctimas del sistema mundial de explotación, se hubiera alterado una base esencial del funcionamiento del mercado: la certeza de que la injusticia no existe. O sea, que la pobreza es el justo castigo a la ineficiencia. Así que si sos pobre y tenés hambre, te jodés.

–¿Por qué el fútbol más alegre sale de los países más pobres?

–El fútbol fiesta es una danza con pelota. Y cada pueblo danza de acuerdo con su manera de ser y de vivir. Y se da esa circunstancia de que, por lo general, los pueblos de origen africano tienen una capacidad de bailar la vida, aunque sea a orillas de la muerte, que se refleja en el fútbol. El brasileño tiene una marca negra que se impuso a pesar del racismo dominante durante años. El presidente Epitácio Pessoa, que tiene ahora una calle en la zona más rica de Río de Janeiro, había prohibido en 1921 la presencia de negros en la selección, no fueran a creer en Europa que Brasil era un país del África. Y claro que era un país africano, a mucha honra lo era, y qué suerte que tienen en ser no sólo un país africano, sino también europeo y tantos más. Cuantos más orígenes tenga un país, mejor. Cuantas más raíces te nutran, mejor. Pero para la visión racista del mundo, eso es atroz. Una vez que Brasil se libera de esa carga represiva, esa negación de sí mismo, brilla por encima de todos los demás. Cuando se ve jugar a los equipos africanos, se reconoce esa capacidad de diablura.

–Los dueños del fútbol permitieron a Brasil, Argentina, Uruguay. ¿Permitirán el desarrollo del fútbol africano?

–Bien difícil, ¿no? Pero ahí entra a tallar al antirracismo fronteras adentro cuando se acerca un Mundial. Yo cada vez me sorprendo más de que en Holanda, en Francia, en Alemania, sean todos negros. Los mismos países que ahora resucitan el racismo y se quieren liberar de la presencia incómoda de inmigrantes, les dieron la bienvenida cuando eran mano de obra gratuita y dispuesta a las tareas más cochinas. Ahora lucen el emblema de Francia campeona del mundo con un equipo en el cual había árabes, negros, argentinos, argelinos. Y fueron celebrados como nietos de Juana de Arco. De allí a que esa gente pueda llegar a tener representación política real hay una distancia enorme.

–Participación sí, pero con pantalón corto…

–Claro, el pantalón largo es para los blancos. Y es una contradicción que no tiene solución. En un mundo donde lo que no es rentable no tiene derecho de existencia y donde el único pecado sin expiación es el fracaso, un mundo que no sale de “el que gana está bien y el que pierde, mal”, se impone un fútbol de pura velocidad y fuerza que obliga a ganar y prohíbe perder y que, al mismo tiempo, deja en el camino los ingredientes de su popularidad: la belleza, la fantasía, la capacidad de diablura, de sorpresa. Es una contradicción que para los amos del fútbol no tiene solución. Porque si ellos van a armar las cosas para que siempre ganen los mismos, el fútbol morirá de aburrimiento, como se muere el mundo.

–La diversidad de maneras de jugar…

–Que es igual a la diversidad de lenguas que condenó la Biblia. El fútbol habla lenguas diversas. La del cuerpo, la que expresa su manera de vivir, de ser. El fútbol rioplatense es de una sola baldosa, fútbol tango. En cambio el brasileño es más abierto, más festivo. Y cada país anda con su manera de jugar. Jugar, qué otra bonita palabra. La posibilidad de vivir y de jugar. Tampoco hay que tomarse tan en serio todo.

–¿Y cómo se hace?

–Soy un drogadicto del fútbol sin solución. Aunque sea una mierda, voy a prender la televisión o ir al estadio y lo voy a padecer como si todavía creyera, como cuando era chico, que si sufría mucho iba a ir al cielo. Cuando estoy muy deprimido viendo el fútbol profesional, me voy a caminar por la playa. Y ahí, en Montevideo, en esa playa enorme, siempre algún partidito hay. De chiquilines, claro, que juegan por la alegría de jugar. Y me vuelve el alma al cuerpo.

Otra historia: Raúl Sendic visitaba la redacción del semanario El Sol, donde Eduardo, con poco más de 14 años, hacía caricaturas bajo el nombre de Gius. Sendic lo ayudaba con las condiciones más relevantes de los caricaturizados. Recuerda Galeano: “Después le gritaba al director: ‘Este pibe va a llegar a presidente de la república o a gran delincuente’, y se iba. Muchos años después, en una de mis caminatas por la rambla, me pegaron un pelotazo. El que se acercó a buscar la pelota era un Sendic de pantalones arremangados y descalzo. Me dijo: ‘¿Cómo andás, tanto tiempo?’, y me abrazó, como si no hubiera sido él quien se había comido once años y medio de cárcel. ‘Ya ves, cagando tus predicciones en un 50 por ciento’, le contesté, abrazándolo fuerte”.

–Los intelectuales parecen tener el mismo karma que los futbolistas: está todo bien si usan pantalones cortos, pero cuando se trata del poder quedan excluidos…

–Es cierto. Los que entran, lo hacen para cambiar algo y terminan siendo cambiados, aceptando lo inaceptable, confunden el realismo con el cinismo. El poder suele conducir a eso.

–¿Aceptaría algún cargo?

–No, no sirvo para eso. Lo mío es escribir, ir al café, caminar por la rambla con mi perro. Una posición de poder obliga, necesariamente, a callar algunas cosas o expresarlas con cuidado porque uno es parte de un equipo. Sigo creyendo con Rosa Luxemburgo que no hay nada más revolucionario que decir lo que uno piensa. Y para decir lo que uno piensa hay que estar libre de cualquier atadura.

–Pero también parece conducir a la soledad…

–El oficio de escribir es solitario y solidario, una permanente paradoja. Pero a mí que me dejen con mis tentativas de rescate de la historia no contada, en un mundo que la contradice. Muchas veces me dicen que no escribo libros optimistas. No sé si no lo hago. La realidad es pesimista y optimista. Yo, que soy el autor de mis libros, soy pesimista y optimista.

–Los que plantean eso, ¿son optimistas profesionales?

–Algunos periodistas que, en algunas entrevistas, parecen ser optimistas profesionales. Son aquellos tipos con los cuales no hay ni siquiera el mínimo espacio cultural en común, entonces las preguntas devienen en tren de optimismo o pesimismo.

–¿Qué le gustaría responder a esas preguntas?

–Que entre las 10 y las 12 soy optimista. De ahí a las tres de la tarde, me gana un pesimismo que se va retirando cuando hacia las seis.

–¿Qué hora es?

–La de saber que si alguien quiere leer un libro de autoayuda que lo compre, sobran los títulos. Uno es lo que es, pero sobre todo es lo que hace para cambiar lo que es. Si recibo estímulos de afuera que me sirven, más que nada para saber que el mundo no es tan chico como nos dijeron, bienvenidos sean los estímulos. Pedro Infante cantaba: “Tan grande no será el mundo si cabe en cinco letras”. Pero se equivocó: sí que es grande. Es inmenso. Pasa que en el oficio de escribir llega un momento en que uno se cansa de contemplar los laberintos de su propio ombligo. No es casual que dios o el diablo nos hayan puesto dos orejas y una sola boca, indica que hay que recibir lo que el mundo nos da.

–Y, en su caso, volcarlo en libros…

–Los libros me escriben: van creciendo de adentro hacia afuera. Si les doy órdenes no me hacen caso. Yo dejo que los textos me dicten lo que quieren ser.

–Suena lindo pero mentiroso…

–Poco convincente, ¿no? Pero juro que es lo que siento, que los textos me dictan las palabras. Y las que no entraron en un libro me tocan en el hombro y me preguntan: “¿Qué pasa conmigo, por qué yo no, qué hice de malo?”. Pero no hay nada que hacerle, cuando un libro se despliega, hay cuestiones de ritmo que deben ser coherentes para que el lector se sienta embarcado en un viaje placentero. Y en esa articulación, a veces hay que sacrificar algún relato.

–Es raro, desecha relatos pero después entra en pánico por no saber qué escribir en un nuevo libro…

–Un pánico idéntico al de la primera vez. Lo del terror a la hoja en blanco me acompaña desde el primer día. Y eso debe ser la prueba de que no me jubilé, de estar vivo. Por suerte me empujan cosas misteriosas que me ocurren cuando voy caminando por ahí, por la rambla de Montevideo, por las playas o por cualquier otro lado. Ideas, cosas deshilachadas que voy anotando en mis benditas libretitas. La semana pasada, una nenita, en la facultad de periodismo de La Plata, que acompañaba a su hermana o su hermano, se acercó y me dijo: “Oíme, cuando yo sea grande, quiero ser joven como vos”. Acá está, anotado en la libretita.

Da vueltas las páginas, letra apretada, pocas palabras, sensación de estar a tiro de piedra del infinito. Galeano encuentra una: “Esta es de Ourense, en Galicia. Estaba leyendo unos textitos y en la última fila había un gallego viejo con cara de campesino que me miraba con el ceño fruncido, enojadísimo. Al final, cuando se fueron todos, se me fue acercando. Pensé que iba a morir en manos del campesinado español, pero cuando estuvo a mi lado, enojado aún, dijo: ‘Qué difícil ha de ser escribir tan sencillo’. Y se fue. Anotado. ¿Cómo puede alguien ser tan sabio y encima parecer enojado?”.

Cuenta, Galeano, otra historia: “Mi perro Morgan tenía un cáncer como una pelota de fútbol. Aclaro que el pirata Henry Smith se llamó Morgan en homenaje a mi perro cuando se enteró de sus hazañas. Sigo: la mañana en que lo íbamos a operar, yo iba caminando con él alrededor de nuestra casa en Montevideo y estábamos los dos tristísimos. Yo no sabía si lo iba a volver a ver vivo y él sabía muy bien lo que le iba a ocurrir. Y venía en dirección contraria a la nuestra una chiquita, no más de dos años, corriendo por el parque: ‘Buen día, pastito’, decía en su media lengua. Con Morgan nos quedamos con la boca abierta. La nena venía en plena celebración del mundo. Quizá porque a esa edad todavía somos paganos. Y se nos fue un poco la tristeza”.

Libretitas que le consiguió su mujer Helena en Italia; otras que le envía una lectora de Bahía Blanca; muchas que le llegan sin saber de dónde. Enanas, llenas de palabras: “La realidad, en el medio de tantos horrores, a veces regala algunas maravillas y hay que fijarlas, como a los médanos, para que no se las lleve el viento. Para eso están las libretitas”.

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